El 11 de setiembre es para muchos una fecha trágica. Recordamos los atentados en las Torres Gemelas en New York y El Pentágono que costaron más de tres mil víctimas y las guerras posteriores que costaron aún más. Pero esa fecha es especialmente nefasta para mí, porque ese día tomé la decisión, y se llevó a cabo la eutanasia de mi gata. Queca, ese era el nombre de la minina que todos los días alegraba mi vida.
Llegó a mi hogar en 1998, creo
que fue en junio con dos meses de edad, pequeñita y multicolor. Me dijeron que
era de pelaje calicó. La llevábamos a todas partes, a casa de mis padres, de
mis cuñados, al parque, pero era muy tímida. Solía esconderse en el ropero de
la casa que visitáramos y en la calle le aterraba la gente y sobre todo los
perros. Al entender este comportamiento, decidimos no sacarla más. Si
existieran trastornos mentales en animales, diría que mi gata era autista. Le
gustaba mantener su rutina, las horas de sus siestas y sus comidas eran sagradas.
Cuando quería comer se paraba de dos patas, abrazaba tu pierna y lanzaba un
maullido peculiar.
Aprendió a abrir puertas,
saltaba, se colgaba de la manija y así las abría. Uno de sus lugares favoritos
era el mueble del equipo de sonido, que tiene una cavidad en la parte inferior,
donde la encontraba cada vez que desaparecía. Como descubrí que le gustaba
estar en este lugar, le coloqué unos trapos para que este mas cómoda.
Nunca le gustó que la cargara,
pero le encantaba posarse sobre mi pecho
cuando estaba recostado. Cuando hacía esto, le gustaba rascarse las uñas en mi
cuello y como no podía negarle nada, lo que hacía era cortarle frecuentemente
las uñas, así no me arañaba tanto la piel.
Una de sus peculiaridades era que
le gustaba el melón, nunca tuve un gato que le gustara las frutas.
Queca siempre fue una gata muy
sana, creo que solo la llevé al veterinario cuando la esterilizaron a los seis
meses de edad, y luego solo para sus vacunas y desparasitaciones, pero nunca se
enfermó.
En mi casa somos cuatro seres
humanos (tengo que especificarlo), y cada uno tiene (o tenía) su gato. Como
habrán deducido, mi gata era Queca y ella lo sabía, era yo a quien ella buscaba
cuando se asustaba, o cuando tenía hambre. No sé si han visto la película “La Brújula Dorada”, en ella se mostraba
un mundo con universos paralelos, donde las almas de los humanos habitan fuera
de su cuerpo en forma de animales llamados daimonion
que, según un tabú, si el animal se aleja del humano, éste pierde su alma
desapareciendo todo rasgo de humanidad.
Ya entendieron quién era mi “daimonion” y cómo me siento con su
partida. Empezó a tener problemas para orinar, la veía escarbar su arena y no
hacía nada. Por mi experiencia, sabía que esto no era bueno, la llevamos al veterinario,
le realizó unos exámenes, entre ellos una biopsia y el resultado fue lo que temía.
Ese día llegué del trabajo, dejé
mis cosas, traje un pico y empecé a cavar un foso en el jardín. Lo hacía
mecánicamente sin pensar, terminé, llamé al veterinario diciéndole que íbamos
para allá en ese momento. Cargué a mi gatita con una manta, mi hijo se despidió
de ella, es la última vez que lo he visto llorar. Caminé por el parque con
Queca en mis brazos, ella maullaba asustada y me partía el corazón. El camino
hacia la veterinaria fue interminable y sabía que me iba a quebrar. Llegué, la
coloqué sobre la camilla, la sujeté mientras le colocaban la anestesia y luego
la inyección letal. Le cogía la patita mientras esto pasaba, diciéndole que
ya pronto pasará.
Traté de ser fuerte, pero no
pude. Cuando sentí su patita fría algo murió dentro de mí. Regresé cargando su
cuerpo y abrazándola fuerte, mis lágrimas cayeron sobre ella. Llegué al
jardín donde estaba el foso y la enterré rápidamente. No podía verla así.
No sé si alguna vez volveré a ver
a Queca, porque me siento sin mi daimonion,
sin humanidad.