viernes, 8 de abril de 2016

¿Bullying? Los de mi época (Parte 1)

Hace poco leí un artículo periodístico en el que se anunciaba la celebración de los 50 años de la primera edición de “La Ciudad y los Perros” de nuestro nobel Mario Vargas Llosa. Dicho sea de paso, no he leído esa obra y solo me contente aunque no me conformé con ver la película homónima, allá por los 80’s.
Esta conmemoración me recordó mis años en el colegio, y aunque no estuve en un colegio militar, si pasé mis años escolares una Gran Unidad Escolar que para asuntos prácticos, era igual o peor.
Estudié primaria en un colegio de barrio, pequeño donde todos mis compañeros eran mis vecinos y como todos conocíamos a la mamá de todos, eso creó cierto respeto y la convivencia fue agradable. Ya cuando iba a comenzar segundo de secundaria, mis padres decidieron matricularme en el colegio donde terminó mi hermano mayor. Era en el Rímac y como comprenderán mi vida cambió radicalmente el primer día de clases. Mi hermano me acompañó, ya que yo nunca había estado en ese distrito, me indicó donde debía tomar el microbús de regreso, me enseñó el colegio por dentro y me dejó más solo que Robinson Crusoe sin Viernes y más perdido  que hijo de puta en el Día del Padre. Llegué a mi salón y sólo atiné a sentarme atrás, en la última y solitaria carpeta, al rato llegó otro pata, que parecía en mis mismas condiciones y se sentó a mi lado. El resto del salón ya se conocía y hablaban animadamente. Mi compañero de carpeta, tímidamente empezó a hablarme, recuerdo que me dijo que vivía en Ventanilla y luego muy suelto de huesos  se anunció como un violador y por los detalles que me dio, parecía profesional. Me narró sus hazañas y algunos tips. Sus indicaciones eran precisas: la chica a la que quisieras violar debería medir solo hasta tu hombro, de lo contrario, tendría fuerza y podría ganarte. Había que golpearlas un par de veces, luego solo sujetarlas y ya se dejarían. No crean que escuché esto con curiosidad, sino con estupor. Luego sacó una revista porno en plena clase y cuando el profesor se acercaba a nuestra ubicación, la puso sobre mis piernas. Apenas pude cogerla y esconderla debajo de mis cuadernos y el profesor, felizmente no notó lo que tenía. Como aun no tenía “calle” suficiente, solo le dije que no vuelva a hacerlo. Y todo esto en mi primer día de clases.
Los días transcurrieron pero no me adaptaba del todo. Era muy callado, difícilmente hago amigos y aquí no era la excepción. Todo esto confabuló para hacer del “nuevo” (o sea yo) la nueva "lorna" del salón. Todos me insultaban por cualquier cosa, escondían mis cosas, me empujaban, ponían cabe. Recuerdo que le dije a mi mamá y ella fue a hablar con el auxiliar del salón, quien entró al aula y estúpidamente les dijo a todos que no me molestaran. Esto obviamente fue peor para mi ya que pensaron que los había delatado y los maltratos fueron peores. Aguante como Gandhi  algunos días hasta que ya no lo soporté. Cuando el más “monse” del salón empezó a molestarme en el recreo, en medio del patio y ya no sentía tristeza y temor como al inicio sino que mi sangre hervía, mire a mi agresor, lo medí y le di un puñetazo que lo mandó al suelo. Todos en el patio del colegio se detuvieron, lo  ayudaron a levantarse,  y simplemente se retiraron. Regresé al salón y ya no me molestaron más. Me gané el respeto aunque no de la mejor forma, y debo aclarar que este pata “monse” llegó a ser uno de mis mejores amigos.
Recuerdo a una profesora que era muy joven, y también recuerdo que una vez al finalizar las clases quería bajar por las escaleras pero algunos alumnos no la dejaban, la cercaron y le metían la mano bajo su falda. No entendía cómo podía haber patas tan avezados como para faltarle el respeto a una profesora y dentro del colegio. Ella trataba de pasar y su falta de carácter era evidente. Pidió su cambio, solo estuvo dos semanas.  Ya luego comprendí que así eran las cosas en esta casa de estudios.
Otro caso similar fue con un profesor, él llegó muy confiado en sus 15 años de experiencia en el magisterio, como lo dijo orgulloso al presentarse, y al decir su nombre todos (incluso yo) reímos a carcajadas. Era un nombre de rasgos andinos al igual que su aspecto y esto fue el motivo de nuestras burlas. El profe no demostró manejo del aula y pronto perdió el poco respeto que su traje le brindaba. En ese entonces me sentaba a la mitad del salón, ni muy nerd ni muy vago, y en plena clase con este profe vi como la mota (de borrar la pizarra) pasó volando desde atrás hacia adelante donde se encontraba parado el docente. La trayectoria indicaba el punto de impacto: la cara del profe. El proyectil impactó donde temíamos, pero nadie rió. Sabíamos que se nos había pasado la raya, una cosa era hacerle chongo, pero esto ya era criminal. El profe no dijo nada, solo se limpió la cara, recogió sus cosas y salió del salón. Ahora vendría la venganza del auxiliar y esperamos asustados. Terminó esa hora y nadie vino. Nada pasó. Al profe no lo vimos nunca más.
Como comprenderán estaba rodeado de bestias y para controlar a las bestias se necesitaba un auxiliar igual o  peor que sus educandos. Cuando se armaba el chongo en el salón venía el tío éste y de un grito detenía el burdel, pero allí no acababa la cosa. Venía ahora el castigo: regresaba a su oficina y volvía  con un palo de construcción, nos llamaba de uno por uno, nos hacia apoyarnos en una carpeta y nos golpeaba en la espalda. Lo peor era la espera a que te llamen, estar sentado en la sala de espera a la muerte, mirando los gestos de dolor de tus compañeros y luego, al llegar tu turno acercarte lentamente al patíbulo. Zas y esperar el discurso final. Una vez, en uno de tantos castigos, uno de mis patas cayó desmayado por el golpe, seguido de la carcajada general, pero no por el desmayo, sino por la cara de susto que puso el auxiliar, se le pararon los pocos pelos que tenía y solo cargó al desmayado a su oficina y no se con que lo habrá sobornado para que no dijera nada, ya que nada pasó.
Pero reconozco que no éramos unos santos, aunque no protagonista si espectador y cómplice de muchas travesuras.

Esto se está poniendo muy largo, así que continuaré después.


Alcohol y Rock and Roll

Cuando aún estaba en el colegio, íbamos a celebrar año nuevo con unos amigos. Quedamos en ir varios patas al Rímac, pero éstos fallaron y nunca llegaron, así que solamente me encontré con uno. Él me presentó a dos amigos suyos. Con el poco  dinero que tenía compré el trago que me gustaba entonces: Macerado de Coco, un licor asqueroso que ahora no se lo recomendaría a nadie. Empezamos a tomar en un parque, y yo algo corto ante estos patas desconocidos, pero el trago tiene la ventaja de convertirlos rápidamente en tus mejores amigos, y si bien, esto último no pasó, si nos caímos bien.

Después de haber terminado las dos botellas que pude comprar, les dije que ahora era su turno, pero me dijeron que estaban “misios” y por lo tanto era el fin de mi anunciada “primera borrachera”. Aunque ya había estado ebrio una vez y solo con un par de tragos, ésta era mi oportunidad de tomar “como Dios manda”, pero mis planes se veían frustrados. Otra vez el destino burlándose de mí.  
Al ir caminando por las calles de ese populoso distrito, uno de nosotros se encontró con un amigo y éste nos invito a tomar unas chelas. En la última casa del callejón más tenebroso que me hubiera imaginado, había una chingana, y para coronar mi temor, se produjo un apagón. 

Con la luz de unas velas y unas canchitas que la señora de la tienda muy amablemente nos invitó (que reemplazó al pavo y al lechón), empezó el nuevo año y llegó  con chelas. Hablábamos  de todo, hasta que nos dijo éste pata que nos ponía el trago: “vamos a casa de unos amigos, está aquí, a la vuelta”, así que todos nos enrumbamos para ahí. Milagrosamente, la “luz” regresó en ese momento, sino lo que les cuento a continuación, no tendría sentido.
Al llegar a esa casa fue grande mi sorpresa cuando vi que allí  había un grupo de rock tocando, eran cuatro patas y una chica que tocaba el teclado. Ella llevaba una minifalda inolvidable aunque solo superado por su talento con las teclas.  Esa fue una visión, y no me refiero a las piernas de la chica en cuestión, sino al hecho de estar en el ensayo de un grupo.  A esa edad uno es más impresionable, así que esto contribuyó a mi gusto por la música. Su repertorio, ahora que lo recuerdo, era simple, covers de moda, pero escucharlos en vivo era otra cosa.
El anfitrión muy amablemente nos dijo que tomáramos la cerveza que había en la refrigeradora. Parece que le agrado que de pronto, tuvieran público. Al dirigirme a la cocina vi que el refrigerador estaba lleno de cerveza, ya no cabía una más, así que con confianza y conchudez, me dispuse a culminar mis planes de esa noche.
Ya relativamente ebrio, le dije a uno de mis nuevos patas que trajera más cerveza y al regresar me dijo que solo quedaba una. Con la poca lucidez que aun mantenía, decidí que era momento del adiós, ya que acto seguido harían la “chancha” para comprar más trago y nuestra situación hubiera sido muy incómoda.

No sé qué hora era, pero aún estaba oscuro, nos fuimos a un parque, me recosté en el pasto y al abrir los ojos, ya era de día y un perro amenazaba con orinarme.
Me levanté, me despedí de mis nuevos patas, de los cuales no recuerdo ni su nombre, y me fui a casa, con la sensación que haber vivido el rock and roll. 

Dos años después, con uno de los amigos que nunca llegó, formamos un grupo de rock.