Hace poco leí un artículo
periodístico en el que se anunciaba la celebración de los 50 años de la primera
edición de “La Ciudad y los Perros” de nuestro nobel Mario Vargas Llosa. Dicho
sea de paso, no he leído esa obra y solo me contente aunque no me conformé con
ver la película homónima, allá por los 80’s.
Esta conmemoración
me recordó mis años en el colegio, y aunque no estuve en un colegio militar, si
pasé mis años escolares una Gran Unidad Escolar que para asuntos prácticos, era
igual o peor.
Estudié primaria en
un colegio de barrio, pequeño donde todos mis compañeros eran mis vecinos y
como todos conocíamos a la mamá de todos, eso creó cierto respeto y la
convivencia fue agradable. Ya cuando iba a comenzar segundo de secundaria, mis
padres decidieron matricularme en el colegio donde terminó mi hermano mayor.
Era en el Rímac y como comprenderán mi vida cambió radicalmente el primer día
de clases. Mi hermano me acompañó, ya que yo nunca había estado en ese
distrito, me indicó donde debía tomar el microbús de regreso, me enseñó el
colegio por dentro y me dejó más solo que Robinson Crusoe sin Viernes y más
perdido que hijo de puta en el Día del
Padre. Llegué a mi salón y sólo atiné a sentarme atrás, en la última y
solitaria carpeta, al rato llegó otro pata, que parecía en mis mismas
condiciones y se sentó a mi lado. El resto del salón ya se conocía y hablaban
animadamente. Mi compañero de carpeta, tímidamente empezó a hablarme, recuerdo
que me dijo que vivía en Ventanilla y luego muy suelto de huesos se anunció como un violador y por los detalles
que me dio, parecía profesional. Me narró sus hazañas y algunos tips. Sus
indicaciones eran precisas: la chica a la que quisieras violar debería medir
solo hasta tu hombro, de lo contrario, tendría fuerza y podría ganarte. Había
que golpearlas un par de veces, luego solo sujetarlas y ya se dejarían. No
crean que escuché esto con curiosidad, sino con estupor. Luego sacó una revista
porno en plena clase y cuando el profesor se acercaba a nuestra ubicación, la
puso sobre mis piernas. Apenas pude cogerla y esconderla debajo de mis
cuadernos y el profesor, felizmente no notó lo que tenía. Como aun no tenía “calle”
suficiente, solo le dije que no vuelva a hacerlo. Y todo esto en mi primer día
de clases.
Los días
transcurrieron pero no me adaptaba del todo. Era muy callado, difícilmente hago
amigos y aquí no era la excepción. Todo esto confabuló para hacer del “nuevo”
(o sea yo) la nueva "lorna" del salón. Todos me insultaban por cualquier cosa,
escondían mis cosas, me empujaban, ponían cabe. Recuerdo que le dije a mi mamá y
ella fue a hablar con el auxiliar del salón, quien entró al aula y
estúpidamente les dijo a todos que no me molestaran. Esto obviamente fue peor
para mi ya que pensaron que los había delatado y los maltratos fueron peores.
Aguante como Gandhi algunos días hasta
que ya no lo soporté. Cuando el más “monse” del salón empezó a molestarme en el
recreo, en medio del patio y ya no sentía tristeza y temor como al inicio sino
que mi sangre hervía, mire a mi agresor, lo medí y le di un puñetazo que lo
mandó al suelo. Todos en el patio del colegio se detuvieron, lo ayudaron a levantarse, y simplemente se retiraron. Regresé al salón y
ya no me molestaron más. Me gané el respeto aunque no de la mejor forma, y debo
aclarar que este pata “monse” llegó a ser uno de mis mejores amigos.
Recuerdo a una
profesora que era muy joven, y también recuerdo que una vez al finalizar las
clases quería bajar por las escaleras pero algunos alumnos no la dejaban, la
cercaron y le metían la mano bajo su falda. No entendía cómo podía haber patas
tan avezados como para faltarle el respeto a una profesora y dentro del
colegio. Ella trataba de pasar y su falta de carácter era evidente. Pidió su
cambio, solo estuvo dos semanas. Ya
luego comprendí que así eran las cosas en esta casa de estudios.
Otro caso similar
fue con un profesor, él llegó muy confiado en sus 15 años de experiencia en el
magisterio, como lo dijo orgulloso al presentarse, y al decir su nombre todos
(incluso yo) reímos a carcajadas. Era un nombre de rasgos andinos al igual que
su aspecto y esto fue el motivo de nuestras burlas. El profe no demostró manejo
del aula y pronto perdió el poco respeto que su traje le brindaba. En ese
entonces me sentaba a la mitad del salón, ni muy nerd ni muy vago, y en plena
clase con este profe vi como la mota (de borrar la pizarra) pasó volando desde
atrás hacia adelante donde se encontraba parado el docente. La trayectoria
indicaba el punto de impacto: la cara del profe. El proyectil impactó donde
temíamos, pero nadie rió. Sabíamos que se nos había pasado la raya, una cosa
era hacerle chongo, pero esto ya era criminal. El profe no dijo nada, solo se
limpió la cara, recogió sus cosas y salió del salón. Ahora vendría la venganza
del auxiliar y esperamos asustados. Terminó esa hora y nadie vino. Nada pasó.
Al profe no lo vimos nunca más.
Como comprenderán
estaba rodeado de bestias y para controlar a las bestias se necesitaba un
auxiliar igual o peor que sus educandos.
Cuando se armaba el chongo en el salón venía el tío éste y de un grito detenía
el burdel, pero allí no acababa la cosa. Venía ahora el castigo: regresaba a su
oficina y volvía con un palo de
construcción, nos llamaba de uno por uno, nos hacia apoyarnos en una carpeta y
nos golpeaba en la espalda. Lo peor era la espera a que te llamen, estar
sentado en la sala de espera a la muerte, mirando los gestos de dolor de tus
compañeros y luego, al llegar tu turno acercarte lentamente al patíbulo. Zas y
esperar el discurso final. Una vez, en uno de tantos castigos, uno de mis patas
cayó desmayado por el golpe, seguido de la carcajada general, pero no por el
desmayo, sino por la cara de susto que puso el auxiliar, se le pararon los pocos
pelos que tenía y solo cargó al desmayado a su oficina y no se con que lo habrá
sobornado para que no dijera nada, ya que nada pasó.
Pero reconozco que
no éramos unos santos, aunque no protagonista si espectador y cómplice de
muchas travesuras.
Esto se está
poniendo muy largo, así que continuaré después.
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