Éste es un relato que me ocurrió hace años,
en mis días de camionero por el norte chico. Los que dicen conocerme se
preguntarán: pero éste pata ¿cuándo fue camionero? Bueno, no exactamente,
cuando trabajaba en una Reserva Nacional al norte de Lima se necesitaba regar
los árboles que habían sido reforestados, y la única forma era hacerlo con un
camión cisterna.
Este camión era un Dodge D-500 de
antigüedad incalculable para mí y mi historia con este armatoste fue mala desde
el comienzo. Todo empezó en mi primer día en esta Reserva y durante la primera
entrevista que tuve con mi jefe me preguntó si tenía brevete y si antes había
manejado un camión, y mis respuestas fueron si a la primera y no a la segunda,
aunque mi licencia solo me permitía conducir vehículos menores. Mi jefe no
contento con saber que estaba incapacitado para conducir un vehículo pesado, me llevó hasta el camión en
mención, me ordenó subir al volante a lo que obedecí mis mayor protesta ya que
pensé que solo me enseñaría a encenderlo, la posición de los cambios o algún
truco que seguramente tendría un camión tan viejo como este.
El camión estaba estacionado en la parte
baja de le Reserva, para salir de allí existe un camino sinuoso que sube por el
cerro al borde de un abismo, y mi jefe me ordeno arrancar y salir hasta la
parte alta. Le dije lo más respetuosamente que pude, que ese camino era muy
angosto, que tenía muchas curvas y nunca había manejado un vehículo así, pero
no le importó, me dijo que si tenía brevete podía manejar cualquier cosa, que
todos los carros son iguales, y para darme más confianza, llamó a otro
guardaparque y lo subió a la cabina junto a él. El pata estaba palteado, ya que
escuchó toda nuestra conversación, le rogó bajar del camión pero lo sentó junto
a mí y el jefe en la puerta, fumando tranquilamente su cigarro. Salí nervioso
de allí enrumbando a la subida por el estrecho y zigzagueante camino, pero mis
cálculos en las curvas no me fallaron y llegamos a la cima sin novedad. Desde
entonces manejaba el camión diez kilómetros fuera de la Reserva hasta una
hacienda de espárragos que tenía un pozo y allí llenábamos agua para el riego
de los árboles que se había reforestado. El motivo era loable por lo que acepté
el encargo.
Una de tantas veces que manejaba el camión
por la Panamericana Norte me detuvo una patrulla policial, y obviamente fui.
Les metí un floro sobre la protección del ambiente, la importancia de la
reforestación, pero no les importó mi discurso conservacionista, y solo querían un sencillo para calmarse, así
que no me quedó otra que sobornar (por primera vez) a un policía (ya con mi
auto se repetirían una cuantas veces más).
Pero lo más trágico que me pasó con este
camión fue lo siguiente: un técnico llegó para reparar los cambios, y nos dijo
que volvería la siguiente semana para reparar los frenos, ya que el aire se
perdía, pero se podía usar con cuidado. Se había programado regar los plantones
de la parte alta de la reserva, así que fuimos todos, se regaron las plantas y
luego seguiríamos bajando al lado del inclinado camino, pero al arrancar noté
que el freno no respondía. Ya estábamos en la pendiente, intente poner los
cambios en segunda para bajar la velocidad pero como estaba recién reparado, no
enganchaba, o sería por mi nerviosismo que no entró el cambio y mientras lo
intentaba, pisaba el embrague y el camión, con toda su carga de agua bajaba en
neutro ganando cada vez más velocidad. Mis compañeros que estaban conmigo en la
cabina se lanzaron por la puerta y me dijeron que saltara también. Al ver por
el espejo retrovisor veía a mis amigos correr detrás, llamándome, pero sabía
que el camión era muy importante y habría que hacer algo. Vi con horror que el
camino terminaba en un cruce en T, a la derecha en subida rumbo a la salida de
la Reserva, y a la izquierda la bajada hacia la casa de los guardaparques. La
curva en ese cruce era muy cerrada para girar a esa velocidad, así que solo me
quedo salirme a la derecha del camino y esquivar los árboles, hasta que vi una
zanja de un metro de ancho con un cerco de madera. Pensé que el camión se
estrellaría contra la zanja, por lo que
decidí acelerar para pasar “volando”. Recuerdo como mi vida entera pasó por
esos noventa segundos que creo duró la bajada, hasta que logré saltar la zanja.
Salí por un camino en subida, por lo que el camión se detuvo lentamente.
Aunque suene extraño, no tuve miedo en ese
instante crucial, mas pensaba en no destruir el camión. Mis patas al alcanzarme
me sacaron en hombros y hasta ahora recuerdan esta anécdota.
Al regresar a casa, lo primero que hice fue
adquirir un seguro de vida, ya tenía una hija y comprendí que la vida era muy
frágil. Luego seguí manejando el camión con normalidad (después de reparar los
frenos por supuesto) hasta que dejé la Reserva, que ya por entonces era mi segundo hogar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario