miércoles, 23 de marzo de 2022

Aún vivo

 

Éste es un relato que me ocurrió hace años, en mis días de camionero por el norte chico. Los que dicen conocerme se preguntarán: pero éste pata ¿cuándo fue camionero? Bueno, no exactamente, cuando trabajaba en una Reserva Nacional al norte de Lima se necesitaba regar los árboles que habían sido reforestados, y la única forma era hacerlo con un camión cisterna.

Este camión era un Dodge D-500 de antigüedad incalculable para mí y mi historia con este armatoste fue mala desde el comienzo. Todo empezó en mi primer día en esta Reserva y durante la primera entrevista que tuve con mi jefe me preguntó si tenía brevete y si antes había manejado un camión, y mis respuestas fueron si a la primera y no a la segunda, aunque mi licencia solo me permitía conducir vehículos menores. Mi jefe no contento con saber que estaba incapacitado para conducir un  vehículo pesado, me llevó hasta el camión en mención, me ordenó subir al volante a lo que obedecí mis mayor protesta ya que pensé que solo me enseñaría a encenderlo, la posición de los cambios o algún truco que seguramente tendría un camión tan viejo como este.

El camión estaba estacionado en la parte baja de le Reserva, para salir de allí existe un camino sinuoso que sube por el cerro al borde de un abismo, y mi jefe me ordeno arrancar y salir hasta la parte alta. Le dije lo más respetuosamente que pude, que ese camino era muy angosto, que tenía muchas curvas y nunca había manejado un vehículo así, pero no le importó, me dijo que si tenía brevete podía manejar cualquier cosa, que todos los carros son iguales, y para darme más confianza, llamó a otro guardaparque y lo subió a la cabina junto a él. El pata estaba palteado, ya que escuchó toda nuestra conversación, le rogó bajar del camión pero lo sentó junto a mí y el jefe en la puerta, fumando tranquilamente su cigarro. Salí nervioso de allí enrumbando a la subida por el estrecho y zigzagueante camino, pero mis cálculos en las curvas no me fallaron y llegamos a la cima sin novedad. Desde entonces manejaba el camión diez kilómetros fuera de la Reserva hasta una hacienda de espárragos que tenía un pozo y allí llenábamos agua para el riego de los árboles que se había reforestado. El motivo era loable por lo que acepté el encargo.

Una de tantas veces que manejaba el camión por la Panamericana Norte me detuvo una patrulla policial, y obviamente fui. Les metí un floro sobre la protección del ambiente, la importancia de la reforestación, pero no les importó mi discurso conservacionista,  y solo querían un sencillo para calmarse, así que no me quedó otra que sobornar (por primera vez) a un policía (ya con mi auto se repetirían una cuantas veces más).

Pero lo más trágico que me pasó con este camión fue lo siguiente: un técnico llegó para reparar los cambios, y nos dijo que volvería la siguiente semana para reparar los frenos, ya que el aire se perdía, pero se podía usar con cuidado. Se había programado regar los plantones de la parte alta de la reserva, así que fuimos todos, se regaron las plantas y luego seguiríamos bajando al lado del inclinado camino, pero al arrancar noté que el freno no respondía. Ya estábamos en la pendiente, intente poner los cambios en segunda para bajar la velocidad pero como estaba recién reparado, no enganchaba, o sería por mi nerviosismo que no entró el cambio y mientras lo intentaba, pisaba el embrague y el camión, con toda su carga de agua bajaba en neutro ganando cada vez más velocidad. Mis compañeros que estaban conmigo en la cabina se lanzaron por la puerta y me dijeron que saltara también. Al ver por el espejo retrovisor veía a mis amigos correr detrás, llamándome, pero sabía que el camión era muy importante y habría que hacer algo. Vi con horror que el camino terminaba en un cruce en T, a la derecha en subida rumbo a la salida de la Reserva, y a la izquierda la bajada hacia la casa de los guardaparques. La curva en ese cruce era muy cerrada para girar a esa velocidad, así que solo me quedo salirme a la derecha del camino y esquivar los árboles, hasta que vi una zanja de un metro de ancho con un cerco de madera. Pensé que el camión se estrellaría contra  la zanja, por lo que decidí acelerar para pasar “volando”. Recuerdo como mi vida entera pasó por esos noventa segundos que creo duró la bajada, hasta que logré saltar la zanja. Salí por un camino en subida, por lo que el camión se detuvo lentamente.

Aunque suene extraño, no tuve miedo en ese instante crucial, mas pensaba en no destruir el camión. Mis patas al alcanzarme me sacaron en hombros y hasta ahora recuerdan esta anécdota.

Al regresar a casa, lo primero que hice fue adquirir un seguro de vida, ya tenía una hija y comprendí que la vida era muy frágil. Luego seguí manejando el camión con normalidad (después de reparar los frenos por supuesto) hasta que dejé la Reserva, que ya por entonces era  mi segundo hogar.

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